Saturday, January 08, 2005

está haciendo un calor del orto, estos días


descubrí algo que está tan bueno que en seguida capaz se me corta: quemar el cartucho de las catorce o´clock y salir a correr con hermética camiseta de river (fabricada probablemente con kevlar) y meterse por los alrededores del estadio chateau carreras. demorarme en la playa de estacionamiento de colectivos, bombardeada como una pista de aterrizaje irakí. Ayer a la siesta, aparte mío, los únicos movimientos que se registraban en la zona eran los de los pastos con el apenas vientito y las pequeñas lagartijas moviéndose de una mata a otra. bajo el sol abrasador y el silencio, lo único que faltaba era traven tocándome el hombro: “un mate, maestro”.
ahora que cayó la noche regué el pastito y abrí la ventana. escucho “stairway to heaven” en terrrrrrible versión de frank zappa (“the best band you never heard in your life”) y doy vueltas y vueltas para no ponerme a escribir. en la habitación de al lado me acecha un peligro terrible: un televisor con (sin contar los religiosos) 67 canales de cable, como en el tema de bruce spreengsteen. pero claro, que no haya nada para ver no significa que yo no esté allí para mirarlo con mi mejor cara de paspado.
los desafíos de esta semana son no empezar a perder tiempo con la tele y mantener la máxima distancia posible entre mi pepinillo y mi mano derecha (no hacer trampa con la izquierda)..

“un estudioso de la dinámica creerá, por tradición, que escribir las ecuaciones de un sistema equivale a entenderlo” (james gleick)

por lo visto, no hay nada que sustituya el hecho de presenciar personalmente una detonación nuclear. carson mark, un físico canadiense, no había visto una hasta la operación sandstone en eniwetok, en el pacífico en 1948. fue algo abrumador: “uno mira ese monstruoso globo de fuego que empieza a expandirse. no se puede evitar la pregunta: ¿se detendrá?”
mark se había quedado en los álamos después de la guerra, y está todavía allí. vio entre quince o veinte explosiones hasta que se llevaron a cabo las últimas, en la isla navidad en 1962. durante esa serie se encontró un día en la playa con un físico que era un consultor activo e influyente del departamento de defensa. según mark, este tipo era un conocido entusiasta de las bombas nucleares. pensaba que eran las armas decisivas de la lucha moderna e impulsaba la construcción de muchas de ellas. pero en cinco años trabajando para la defensa nunca había visto explotar ninguna. esta era su primera prueba.
era un proyectil chico, de alrededor de 10 kilotones. el lugar de prueba estaba bien alejado. no había ningún peligro: sabían dónde mirar, cuándo explotaría. lo que iban a ver. mark charló con el físico mientras esperaban la cuenta regresiva. y allí fue. el físico miró una vez y gritó: “¡dios mío!” y corrió de vuelta a la playa. cuando no pudo correr más, se agachó atrás de un arbusto y se cubrió la cabeza con los brazos. había visto.

esto lo saqué del mismo lado que lo del collar de trinitita. y no sé por qué me hace acordar de una cosa que me pasó junto a eduardo l. un mediodía de noviembre creo que de 2001. yo atravesaba una depresión que podía competir en un campeonato interprovincial. después de una mañana especialmente emputeciente, lo invité a eduardo a almorzar a casa. nos fumamos un par de caños y preparé costeletas con abundante puré y una ensalada de tomate y ajo. acompañamos eso con dos cervezas. promediando la comida, los dos estábamos con la cabeza en funcionamiento minimalista y apenas hablábamos, nuestras miradas fijas en la comida o en el televisor (veíamos un programa tipo jorge rial o algo por el estilo). las cortinas estaban corridas porque hacía mucho calor. de a poco nos dimos cuenta de que estaba pasando algo raro: primero formas oscuras que se movían más allá de las cortinas. después los ladridos desesperados de los perros y por último el ruido, como una especie de trueno lento y de baja intensidad. salimos afuera y no podíamos creer lo que estábamos viendo: se estaban quemando los pastizales de frente a mi entonces hogar (unas treinta o cuarenta hectáreas, ahora hicieron un barrio). las llamas alcanzaban los veinte metros de alto. nosotros estábamos a unos seis metros del fuego. sabíamos que no iba a durar mucho y que no iba a avanzar más allá de la calle, así que nos quedamos ahí, mirando arder los pastos no sé, durante unos diez minutos. cuando se acabaron los pastos, el fuego se apagó bastante educadamente. y eduardo y yo seguíamos ahí, quietos, las caras enrojecidas por la temperatura. yo me acuerdo que no quería moverme porque me molestaba (estas eran las palabras) “que las cosas siguieran ocurriendo”.
tendría que escribir sobre esto, por ejemplo. o cuando fuimos con otros dos desastres a punta de vacas (en la concha del mono, cerca del aconcagua) a escuchar a silo (“no está mal para un martes a la mañana”, me decía omar sentado en la ladera de la montaña, con un blenders de litro encanutado en un bolsito celeste, mientras el profeta recitaba boludeces de almanaque. Yo había pisado mis lentes dos meses atrás y me obstinaba en no hacérmelos de nuevo, por lo que andaba prácticamente ciego. Una época rarísima). relajarme un poco con la novela y escribir algo de esto. no sé.

y no sé si pienso o me acuerdo: si dios hubiera querido que fuésemos tolerantes, nos habría dado “las diez sugerencias”.

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