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había dejado de mojar la cama a los 36 años, cuando empezó a ganar un poco de dinero y se mudó a vivir solo. se sorprendió gratamente, había llegado a pensar que el ritual matutino de limpiar con detergente la cubierta plástica del colchón era algo con lo que iba a convivir hasta su muerte. recordaba con cariño la sensación de extrañeza de sus primeros días sin la compañía de su madre: la libertad de hacer cosas sin que lo reprendieran (fumar marihuana en cualquier lugar, comer pizza una semana seguida), o disfrutar del carácter amable que tenía el silencio en soledad. la casa de su madre también era silenciosa, pero para molina, la sola presencia de su madre en algún lugar de la casa llenaba el silencio de tensión, un silencio de cosas no dichas y de conversaciones evitadas. el silencio en su casa era un silencio verdadero y pacífico, un silencio que no hacía referencia a nada. el primer tiempo en su nueva casa había sido de un caos en cierta manera adolescente: dormía sin horario, usaba durante semanas la misma ropa, comía sin ningún orden. después se había organizado un poco, pero no demasiado.
El hecho de volver a mojar la cama (había sucedido las dos noches anteriores, y ésta, es decir todas desde su regreso de Sausalito) lo llenó de temor. La incontinencia no había llegado sola, era la punta identificable de una bola confusa de malestar intenso que se revolvía adentro suyo como una anaconda de doce metros de largo encerrada en una bolsa del supermercado.
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