Los primeros dos días no pudo dormir. Estaba poseído por una confusión cuántica de sensaciones desagradables. Algunas eran razonables: la incomodidad ante la ajeno de la casa y su deprimente contenido, el rechazo a la ominosa suciedad, la extrañeza ante la repentina falta de rutina y obligaciones. Otras no podían ser descriptas. Sentía anímicamente el malestar que se tiene ante la primera gripe al comenzar el otoño, esa coexistencia febril entre frío y calor.
No terminaba de acomodarse a la idea de que ESTABA ahí. Lo asqueaba sentarse en esas sillas cubiertas de polvo, o tocar siquiera cualquier cosa, porque todo estaba impregnado de esa mugre pegajosa y maligna, así que pasó muchas horas deambulando circularmente, como un autito chocador averiado por los atiborrados cuartos de la casa, observando sin detener la vista en nada en particular. Cada tanto, para descansar, iba al patio y se sentaba en una piedra. No había en la casa nada comestible y no tenía ganas de salir a comprar. Las pocas veces que tomó agua lo hizo directamente de la canilla del patio. Al cabo de esos dos primeros días insomnes, venció la repulsión y se acostó en el sofá. Durmió profundamente durante seis horas y media. Tuvo una sucesión de sueños pastosos y repetitivos en los que se escapaba de un corral y era acribillado a escopetazos en una vereda, frente a una casa desde la que alguien, oculto, lo miraba. La situación en sí (su asesinato) no tenía nada de angustiante, estaba teñida de una sensación casi religiosa de que “así debía ser”. Contemplaba las pequeñas explosiones de su piel y percibía el efecto particular de cada perdigonada perforando la carne y astillando los huesos. Lo inquietante era que si bien cambiaban las veredas, las casas y la apariencia de sus ejecutores, la persona que lo miraba oculta era siempre la misma. Cuando se despertó no se acordaba de nada, pero tenía la sensación no racionalizada de que algo, en algún lado, lo acechaba. Aparte de eso, se sentía etéreo, flotante.
Caminó como un fantasma hasta la estación de servicio y se metió en el bar. En veinte minutos tomó cuatro tazas de café con leche y comió tres alfajores de maizena. Después leyó el diario entero, sección por sección, nota por nota, en metódico orden, de atrás para adelante. Cuando terminó se quedó mirando el movimiento de los autos que entraban y salían. El tiempo que tenía por delante le parecía infinito y ajeno.
Volvió a la casa cuando terminaba de anochecer. Primero se sentó un rato en silencio y con las luces apagadas. Después prendió la luz del living y volvió a la pecera donde descansaban los dos extraños cadáveres resecos. Podían ser lagartijas. O pequeños lagartos. Pero la piel no era de reptil, era una piel delgadísima. Y esos filamentos que salían de la parte de atrás de la cabeza. Volvió a tener la tentación de agarrar uno para mirarlo más de cerca, pero la repulsión se lo impidió. Dio un par de vueltas por la casa. Sentía deseos de irse de ahí, pero tenía la certeza de que no había dónde ir. El mundo exterior era una gigantesca casa polvorienta, llena de basura y cadáveres resecos, iluminada con bombitas de 25 watts. Donde fuera, seguiría estando ahí.
Ubicó un televisor antiguo, blanco y negro. Le pasó un trapo húmedo para sacarle la tierra. Lo enchufó. Funcionaba, aunque la imagen no era de lo más clara en ninguno de los tres canales que agarraba. En los tres había noticieros. Dejó el canal que se veía mejor y asistió a un largo informe sobre la incipiente epidemia de rabia. Ya habían muerto ocho personas, entre ellas dos chicos. Los dos vectores de la enfermedad eran los perros y los murciélagos. La perrera había vuelto a las calles para sacar de circulación los animales callejeros, y estaba en marcha una fuerte campaña de fumigación. Había personas que protestaban contra la crueldad y el maltrato que sufrían los animales antes de ser llevados a la cámara de gas. Las imágenes mostraban dos empleados municipales abriendo las puertas de algo parecido a un contenedor bajito, en cuyo interior había una decena de perros muertos, las bocas abiertas y las miradas vidriosas perdidas en ningún lugar. Sacaban los cadáveres con un palo que en la punta tenía una especie de gancho. Uno de los empleados sonreía hasta que recordó que lo estaban filmando y adoptó una actitud grave. Murciélagos, pensó sin saber que pensaba. El común de la gente le teme a los murciélagos, probablemente por el mito de que chupan sangre, pero sólo unas pocas especies son vampiros. Los otros, animales ciegos y comedores de insectos, cargan con ese estigma y son perseguidos por crímenes que no cometieron.
Thursday, March 03, 2005
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