En el centro, tomó un helado grande de limón. Después se metió en un cine y vio dos veces la misma película, de la que no entendió casi nada. Se quedó por el aire acondicionado, hasta que la voz comenzó a reclamar hambre. Entró a un restaurante y comió milanesa a la napolitana con papas fritas y un litro de cerveza. Un poco borracho, volvió a su casa en taxi, se acostó y se durmió enseguida. Soñó que su padre se prendía fuego con una manguera conectada a una garrafa. Antes de hacerlo, escribía algo en la pared. Cetarti se acercaba a leer, pero el mensaje estaba en un alfabeto desconocido e indescifrable.
A los dos días volvió Gomez. Era casi mediodía y Cetarti estaba en el patio. La perra que había perdido su camada de cachorros tenía mastitis y Cetarti le estaba aplicando paños remojados en agua fría mezclada con alcohol y vinagre. Echada en el piso, la perra lo dejaba hacer, gimiendo suavemente cada tanto. Debía doler, tenía la mama muy inflamada y caliente. Tocaron el timbre y era Gomez con un taper de plástico semitransparente, a través del cual se podían ver pequeños puntos negros, algunos en movimiento.
- Te traje gorgojos.
Cetarti agarró el taper y lo abrió. Una centena de gorgojos haraganeaba sobre unas rebanadas de pan molde de centeno.
-Comete cuatro a la mañana y cuatro a la noche. Te van a hacer bien. Comételos vivos. Muertos no hacen tanto efecto. Es lo mismo, no pican ni nada. Vos no los muerdas, eso sí. Tragátelos como una pastilla.
-¿Y eso por qué?
-Porque hay una sustancia que liberan cuando mueren, y para que esa sustancia pase a la sangre tienen que morir dentro del estómago.
“Voy a comer cuatro animales vivos a la mañana y cuatro a la noche”, dijo la voz. Cetarti se imaginó las mañanas de Gomez: recién levantado, lagañoso, vestido con unos calzoncillos sucios y camiseta, asomándose a un taper lleno de gorgojos, seleccionando cuatro y llevándoselos a la boca en una especie de taciturna comunión negra. Tuvo ganas de vomitar.
-Gracias.
Le puso la tapa al recipiente y lo dejó sobre la mesa. Gomez lo siguió de regreso al patio.
Cetarti curaba a la perra en silencio. El otro, sentado sobre un cajón de cerveza, estuvo un rato mirándolo hacer. Los otros perros caminaban alrededor, oliendo desconfiados a la visita.
-¿Estos perros son tuyos?
-No.
-¿Y cómo se metieron en la casa?
-Yo los traje.
-Entonces son tuyos.
-No, los traje para que no los mate la perrera. Pero no son míos.
-Ah, dicen que está brava la perrera, ¿no?. Con este tema de la rabia ¿Y cómo que no son tuyos? Supongo que vos les das de comer.
-Sí.
-Entonces sos responsable de los perros. Ponele que no seas “dueño”, pero si estos perros salen afuera y muerden a alguien, te van a venir a reclamar a vos.
-No salen de acá. No pueden estar en la calle.
Gomez se acercó a la perra, que amagó levantarse. Cetarti le apretó suavemente la cabeza contra el piso y le habló en voz baja para calmarla.
-¿Qué le pasa?
-Mastitis. Está dando de mamar y bueno, le agarró esto.
-¿Y los cachorros como hacen?¿Les das mamadera?
-Están muertos. Se los comieron estos otros hijos de puta. Los mataron primero y después se los comieron.
-Qué horror. Y por qué los seguís cuidando. No creo que se lo merezcan.
-Los recagué a palos. Me tienen pánico, ahora.
-Está bien, pero seguís cuidándolos.
-Son animales, no entienden nada.
-Mentira. Si fuera por eso no los hubieses golpeado.
“Si los saco de acá los mata la perrera”, dijo la voz. Cetarti iba a repetir la respuesta, pero prefirió cambiar de tema.
-Hábleme de mi hermano.
-Qué cosa de tu hermano.
Tuesday, January 27, 2004
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